En la era del meme perpetuo y del “todo es un chiste”, la Generación Z ha conseguido darle una vuelta a la ironía, a la sátira y hasta al nihilismo. Para ellos, la estética posirónica es algo así como un refugio desde donde le buscan sentido a lo absurdo de la vida moderna.
Y en este contexto, su sentido del humor —directo, ultrarrápido y autorreferencial— se convierte en una manera de lidiar con el sinsentido de manera frontal. Después de todo, cuando el mundo parece una broma de mal gusto, ¿qué sentido tiene no reírse de él?
Para entender esta estética posirónica, tenemos que mirar a su predecesor: el dominio de la ironía, tan celebrado por la Generación X y los millennials. El escritor David Foster Wallace ya avisaba de que la ironía podía volverse peligrosa.
En su opinión, el sarcasmo y el escepticismo eran herramientas útiles para revelar hipocresías, pero con el tiempo se transformaron en barreras que impedían una conexión sincera. Según él, el desafío de la posmodernidad era aprender a ser sinceros otra vez sin miedo a ser vistos como ingenuos o sentimentales.
La sinceridad detrás del absurdo
Para la Gen Z, esta posironicidad no es tanto una contradicción, sino más bien una evolución del lenguaje visual y emocional que busca autenticidad sin renunciar al humor.
Es como si, en un esfuerzo por escapar de la ironía, hubieran encontrado un punto intermedio donde pueden ser sinceros a través del absurdo. Los memes trágicos que se ríen de las crisis existenciales, las canciones que exploran la depresión en un tono sarcástico, o los videos en TikTok que exponen las inseguridades más profundas a través de la comedia no son simplemente “bromas”.
Son expresiones de una sinceridad desnuda que se camufla en el humor para evitar el “cringe” de ser demasiado serios. Este tipo de estética nos lleva a entender por qué la Gen Z usa un humor que, a primera vista, puede parecer vacío o incluso cínico, pero que, en realidad, está cargado de significado. Rara vez se trata de “burlarse” de algo sin más.
En cambio, es una forma de dejar entrever un sufrimiento o una frustración que sería difícil de expresar de otra manera. A través de este estilo posirónico, están diciendo: “Esto es absurdo, sí, pero eso no significa que no lo esté sintiendo de verdad”.
La revolución de lo cotidiano
El uso que la Gen Z hace de lo absurdo no es solo una declaración generacional; es casi una rebelión contra el status quo, una forma de hacer frente a las expectativas de las generaciones anteriores.
Vivir en un mundo que les exige tanto, que les empuja a ser productivos y perfectos, les lleva a responder a esta presión con una especie de resignación cómica. El humor posirónico es, de hecho, su manera de decir “sí, el mundo es caótico e incomprensible, y por eso mismo vamos a encontrarle sentido a través de nuestras propias reglas”.
Por ejemplo, están las cuentas de redes sociales donde se mezclan reflexiones filosóficas con memes ridículos, o los perfiles de TikTok donde un solo video pasa de una confesión íntima a una broma absurda sin una transición evidente. Para ellos, la realidad y la parodia ya no son opuestas; se funden en un solo canal de expresión que refleja la complejidad de sus emociones y experiencias. La estética posirónica toma todos esos detalles de la vida que antes se miraban con distancia irónica y los vuelve, de alguna manera, entrañables y profundamente humanos.
¿Un nuevo horizonte de significado?
La ironía posmoderna tenía como objetivo destruir las falsas promesas de la cultura de masas, develando las hipocresías de la sociedad. La posironicidad, en cambio, no está interesada en destruir nada, sino en construir un significado, aunque sea frágil, entre las ruinas. La Generación Z utiliza la estética posirónica para reír y a la vez exponer lo que les preocupa, permitiéndose la vulnerabilidad que en otros tiempos se hubiera considerado cursi o ingenua.
En una época donde todo puede ser un meme, el desafío parece ser este: cómo reírse sin perder la capacidad de conectar y de sentir. En última instancia, la revolución posirónica puede ser la búsqueda de un sentido de pertenencia, un intento de acercarse a una autenticidad que no huye del ridículo.