Las fotografías son garantía de inmortalidad. No importa lo que pase con nosotros, ni con nuestras almas, ni con nuestros cuerpos, el hecho de encontrarnos en una foto hará que, aunque pase el tiempo, siempre pertenezcamos a un lugar, siempre haya un registro de que pasamos por esta vida. Por eso, la tarea del fotógrafo es muchísimo más importante de lo que podría parecer a simple vista, porque cada persona y cada hecho retratado quedará para siempre.
Es probable que eso mismo haya sido lo que motivó a Emilio Morenatti, un fotógrafo jerezano, a capturar las imágenes de la pandemia y como esta afecta a las personas mayores. Este trabajo no solo le valió el reconocimiento de sus colegas y del ambiente, sino que le valió un premio Pulitzer.
Una de las fotos más significativas del trabajo es una en la que una pareja de ancianos, de 81 y 84 años, se besan con el tapabocas puesto, a través de un plástico protector en una residencia de Barcelona. En otra, podemos apreciar cómo una enfermera sostiene una tablet ante una señora de 93 años, para que esta pueda comunicarse con su hermana, sus nietos y sus hijos.
Lamentablemente, no todas las fotos son lindas o dulces. Algunas de ellas desgarran y lastiman, como aquella en la que se puede apreciar dos cuerpos extraídos de una casa, esperando por la morgue contrastando con el espíritu navideño que desprende el arbolito decorado a su lado; o aquella en la que un hombre aguarda adolorido por atención, en una habitación solitaria, completamente aislado.
Son postales fuertes, que pueden impactar, hacer sonreír o llorar. Son postales reales de una pandemia que, aunque creamos que ha disminuido, sigue haciendo estragos y dañando al mundo entero, transformando nombres y apellidos en números, identidades e historias en una mera cifra estadística.